(Columna de Mario Serrafero)
Se ha llegado al Estado espectador. No está ausente, está presente. Pero como observador de un espectáculo que le es ajeno.
La Argentina, como buena parte de América Latina, hace mucho tiempo que ha dejado de distinguir entre el Estado, el gobierno, los partidos y, sobre todo, de pensarlos seriamente. En relación con el Estado, tanto el kirchnerismo como parte de la oposición tienen una noción y relación marcadamente fetichista. La sola mención de la palabra Estado parece abrir un goce político existencial en el sujeto, sin importar lo que ese Estado haga o deshaga. Del Estado omnipresente en el discurso, la realidad fue mostrando el Estado ausente en la vida cotidiana de los ciudadanos.
Peronismo y kirchnerismo han vilipendiado a la versión liberal estatal por su diminuto grosor, pero el modelo estatal del Siglo XXI ha mostrado una epidermis aún más delgada. Un Estado ineficaz, casi fallido en materia de seguridad y justicia. Y esta ausencia se ha extendido aún más y ha ocupado el territorio de los servicios y prestaciones a la comunidad. ¿Hasta dónde hay que remontarse para encontrar ejemplos de tanta ineficiencia?
Pero se ha dado un paso más. Se ha llegado al Estado espectador. No está ausente, está presente. Pero como cómodo observador de un espectáculo que le es ajeno. Estado que no se siente responsable de casi nada y que endosa los problemas y, fundamentalmente, las soluciones a otros actores sociales y políticos. Lo que ocurrió respecto de los cortes de energía eléctrica en diciembre es suficientemente ilustrativo. El ministro de Planificación responsabilizó a Edenor y Edesur de tamaño descalabro. Así como días antes el Estado Nacional decía ligeramente que los reclamos policiales eran sólo un tema salarial provincial, ahora no pasó inadvertido para casi nadie la obviedad del papel irrenunciable del Estado en el control de la administración y suministro de un servicio esencial como la electricidad. Respecto del Gobierno, lo más notorio fue la ausencia de la Presidenta en el escenario político e institucional. Cabe recordar que la Primera Mandataria en los últimos meses pasó desde la clásica postura del castigo verbal desde el atril y la falta de diálogo con los periodistas hasta brindar determinados reportajes para luego, y con motivo de su enfermedad, prácticamente desaparecer.
La pregunta es si hay gobierno. Y la respuesta es, evidentemente, sí. Pero si la pregunta es cuánto gobierno hay, la respuesta es, poco.
Al Estado espectador, paradójicamente, se llega porque se gobierna poco. Se elude la responsabilidad en áreas que se consideran ajenas. El Estado espectador está en un sitio extraño. Su papel parece ser observar, y señalar las supuestas responsabilidades de otros en materias que son de propia competencia. Y cuando parece gobernar, nuevamente muestra pura ajenidad o, lo que es peor, desconocimiento. La Presidenta reapareció para anunciar un plan de subsidios para jóvenes que no trabajan ni estudian. Omitió mención alguna a cuestiones tales como el brote inflacionario, la escalada del dólar y la pérdida de reservas del Banco Central. Días antes se había anunciado una vuelta de tuerca al cepo mediante una medida rayana al desconcierto: la prohibición de comprar productos en el exterior que superasen los US$ 25. El jueves 23 de enero anunciaron el aflojamiento del cepo cambiario, la posibilidad de comprar divisas para atesorar y la disminución del anticipo de Ganancias para compras en el exterior del 35% al 20%. El exceso de improvisación no suple el poco gobierno. Está claro que la medida se dictó en medio de cierta desesperación para evitar la imparable subida del dólar paralelo y la continua devaluación practicada en los últimos meses. Y, como si fuera poco, días después del anuncio se aclaró que no se iba a implementar la aludida rebaja del 35% al 20%.
¿Es funcional esta división del trabajo entre la Presidenta y su equipo? Está claro que a la Mandataria no le gusta dar malas noticias. Sigue aquí la filosofía política de otro estadista: Fernando de la Rúa. Decía el ex presidente, “qué lindo es dar buenas noticias”. Pues las malas noticias no las quiere dar ella, las da su equipo en medio de no pocas confusiones y contradicciones. Cristina anunció el plan para la juventud que no trabaja ni estudia y su equipo las medidas referidas a los temas más acuciantes de la realidad cotidiana: el dólar y su vértigo. La Presidenta y su equipo no se ayudan mutuamente. Los ministros están en una situación complicada. Por un lado, le hablan a la Presidenta y no a la ciudadanía. Por el otro, saben que los ciudadanos no son un rebaño de descerebrados a los cuales se les puede decir cualquier cosa. Se observaron confusiones y diferencias. Por ejemplo, el aumento del impuesto a bienes personales anunciado por Etchegaray, cuestionado y luego ratificado por Capitanich y negado totalmente por Kicillof en conversación con la Presidenta. Capitanich inició su nueva gestión con talante de primer ministro y se fue desdibujando cada vez más. Fue contradicho, implícita o explícitamente, por otros ministros y terminó generalmente rectificándose. La imagen de profesionalismo y tecnicismo que intentó dar se fue diluyendo en una silueta confusa que recaló en temáticas tales como el precio del tomate. Por otra parte, la imagen de algunos funcionarios no ayuda a la Presidenta. Muchos de ellos continúan con ostentaciones que parecen mostrar la fibra más íntima y grotesca de aquellos que se han enriquecido recientemente.
El texto temprano de Ortega y Gasset sobre los argentinos, “El hombre a la defensiva”, todavía sigue siendo inspirador para pensar la maquinaria estatal y el funcionariado del país. Ese gran Estado hacedor que visualizaba Ortega en los ’30 del Siglo XX ya no existe. En su lugar se ha montado un Estado espectador. Pero continúa el cuerpo de funcionarios que ocupa lugares sin conocimientos ni mérito suficiente. El funcionario del que hablaba Ortega sabía, en su interior, que no sabía.Y así vivía una vida sin autenticidad simulando idoneidad y capacidad. Era un “hombre a la defensiva” justamente porque temía ser descubierto. Pero aquí también el tiempo parece haber modificado algo de la apreciación de Ortega: nuestro funcionario público cree ahora que sabe, aunque no acierte en dar con la solución adecuada a los problemas que le toca gestionar. La realidad será la indócil, en todo caso. Con soberbia y arrogancia estimará que todos están equivocados y que él tiene la razón. Con pobres calificaciones técnicas este nuevo funcionario dirá que los complots serán los causantes de la falta de efectos de las políticas públicas, sobre todo las económicas.
La gestión de Cristina se ha deteriorado aceleradamente en los últimos meses. Ella y su equipo han cometido errores injustificables. Más allá del oscurecimiento del sentido común, la magra idoneidad técnica y un liderazgo político en situación de liquidación, los errores, rectificaciones, improvisaciones muestran una desconocimiento profundo de cómo se comportan los seres humanos (no sólo los mercados). El Estado espectador seguirá rigiendo como una maquinaria visual que sólo ve lo que quiere. Y como dispositivo negador que cierra sus ojos frente al resto. Un gobierno que gobierna poco e improvisa mucho suele ser el más eficaz conductor del Estado espectador.