Al cambio tecnológico se le atribuye una parte considerable del crecimiento económico. En realidad, Estados Unidos le puede agradecer a las inversiones en Investigación y Desarrollo (I+D) —una medida aproximativa del esfuerzo en innovación de un país— por alrededor del 40% del crecimiento de la productividad observado durante el periodo de la posguerra. Por este motivo, los malos resultados de América Latina en materia de esfuerzo innovador generan preocupación y ha llevado a varios países a analizar por qué esto ocurre, y a implementar políticas públicas destinadas a mejorar la innovación y promover la adopción de tecnologías.
Las políticas industriales para fomentar la innovación es un tema analizado en nuestra última edición de la serie insignia del BID (Desarrollo en las Américas—DIA) titulada ¿Cómo repensar el desarrollo productivo?
¿Cuán pobres son los resultados de América Latina comparados con otras regiones cuando se trata de la innovación? Depende de cómo ésta se mida. Si se observa del lado de los insumos, la innovación es el resultado de las inversiones de las empresas en I+D, del stock de conocimiento al que tienen acceso y de otros insumos complementarios, como el capital humano, la maquinaria y el software. Del lado de la producción, los resultados medibles de la innovación se asocian con mejoras en la productividad, la generación de derechos de propiedad intelectual y el lanzamiento de productos nuevos o mejorados.
El gráfico 1 muestra el desempeño de América Latina y el Caribe frente a países desarrollados en relación con los insumos de innovación, sobre todo la inversión en I+D como porcentaje del PIB. Los valores de los países de América Latina y el Caribe son sistemáticamente inferiores a los de países desarrollados, en particular de aquellos países que han logrado converger con otros países desarrollados a lo largo de los últimos 20 o 30 años: Israel (4,3%), Finlandia (3,9%) y Corea del Sur (3,7%). Además, en estos países, el sector privado financia una parte importante del esfuerzo de I+D. En los países desarrollados las inversiones de las empresas en I+D corresponden a más del 60% de la inversión nacional, comparados con el 35% en América Latina y el Caribe. Hay a todas luces un déficit importante en inversión en I+D en la región, sobre todo en el sector privado. Aun teniendo en cuenta la adquisición de tecnología incorporada en maquinarias y equipos, donde el déficit es menor, la falta de inversiones en I+D y el bajo capital humano en la región socava gravemente la efectividad con que se pueden usar las tecnologías incorporadas. Este déficit de inversiones en innovación ha impedido a la región converger con el resto del mundo en lo que respecta a la productividad.
Los beneficios de promover la innovación en la región son claros: la innovación, bajo la forma de tecnologías que se adaptan con éxito a las condiciones locales y que se difunden ampliamente entre empresas y sectores, constituye el núcleo de la transformación productiva. ¿Pero por qué, si invertir en innovación es algo tan provechoso, el mercado por sí solo no lo hace? ¿Por qué el mercado no está haciendo su trabajo? Subirse a la carrera de la innovación no deja de tener sus costos para las empresas ya que corren el riesgo de invertir en algo que, cuando tiene éxito, probablemente beneficie a la competencia. Financiar la I+D puede ser complicado porque, al ser intangible, es difícil de usar como colateral. Además, la innovación requiere de diversos insumos que son generados por diferentes actores (empresas, universidades y/o centros tecnológicos) que pueden tener incentivos inconducentes a la necesaria colaboración entre ellos. La pregunta es: ¿cómo abordar estas fallas de mercado que impiden la realización de innovaciones socialmente valiosas?
Los dilemas también son claros. Si no se diseñan con el debido cuidado, las políticas promocionales de I+D podrían subsidiar innecesariamente actividades con escasas externalidades para otras empresas, precisamente el objetivo equivocado de las políticas. Las políticas que protegen al innovador exitoso impidiendo la difusión de los conocimientos a los seguidores contribuirían a alentar una I+D valiosa, pero tenderían a ir en contra de su propio objetivo de transformación a nivel nacional. Las políticas de innovación deben tener en cuenta estos elementos en juego (trade-offs) y permitir que sean las fallas de mercado las que le den forma a la política. Entre las ideas de políticas para ayudar a alinear incentivos en estos frentes, se incluye la de definir como el objetivo de políticas de I+D aquellas actividades con mayor probabilidad de generar externalidades. Con este fin, los subsidios específicos asociados a proyectos pueden resultar más adecuados que los incentivos fiscales genéricos a nivel de empresa, que tienden a cubrir todas las actividades de innovación de la firma, inclusive aquellas que las empresas llevarían a cabo de todas formas por su alta apropiabilidad.
De la misma manera, los subsidios deberían focalizarse principalmente en las actividades de innovación que involucran activos intangibles, que son más difíciles de utilizar como colateral y que también tienen mayor probabilidad de generar externalidades. La tecnología incorporada en los activos tangibles, como la maquinaria y los equipos—el tipo predominante de inversión tecnológica en la región, y objetivo frecuente de las políticas de innovación— tiene menos probabilidad de generar externalidades, excepto quizás cuando los equipos son nuevos y los costos y beneficios de su adopción en las condiciones locales son inciertos. En un caso así, la promoción estaría justificada siempre que se centrara en los pioneros. Esto no es más que una de las maneras posibles de combinar las políticas de innovación con políticas de extensión tecnológica, y aseguraría que los subsidios estén vinculados a la difusión y, por ende, a las externalidades.
Por último, las políticas promocionales se pueden orientar hacia una I+D colaborativa llevada a cabo por consorcios de investigación compuestos por varias empresas junto con institutos de investigación. De este modo, se evitaría duplicaciones innecesarias y costosas, y se facilitaría la difusión a través de acuerdos para compartir el conocimiento producido. Incentivar vínculos más sólidos entre los institutos de investigación y las empresas también ayudaría a garantizar la relevancia de sus investigaciones.
Sin nuevas ideas, la transformación productiva es imposible. Sin embargo, las inversiones en ideas no son necesariamente una respuesta automática del mercado, y puede que requiera políticas cuidadosamente elaboradas para superar sus fracasos.